Foto: © E. Christian Moreno Virgen de los Dolores

Y ya estamos en el Viernes Santo. El altar ha quedado limpio de manteles, los sagrarios están abiertos en señal de que están vacios y sobre el frío mármol de la mesa del altar, tan sólo el Crucifijo y dos cirios rojos, anuncian que Cristo ha muerto a las tres de la tarde. Ya, ni música, ni flores, ni cirios, ni incienso, ni órgano, dan al templo el aire de adorno de los demás días. Ya, las tinieblas se han ocupado de llenarlo todo y el silencio más profundo -el silencio de la muerte- magnifica el ámbito eclesial y hasta el oro de los altares aparece apagado ante tantas sombras.

Ya, el paso de los Afligidos, montado todavía, luce en sus cirios el chorreo de un encendido muy prolongado gracias a que el molesto levante no se ha atrevido con sus llamas y el cristal del guardabrisas ha sabido parar las embestidas de un poniente molestillo por la plaza de la Catedral...

Allí, en un paso de palio cuyo palio bordó Esperanza Elena Caro, en unos años casi imposibles como fueron los de la posguerra, la Virgen de los Dolores, el dolor contenido a borbotones de una Mujer adulta bañada en lágrimas, mira hacia un lado como no sabiendo ni comprendiendo muy bien qué ha pasado a su alrededor donde ayer todo era luz...